Uno de mis cuentos favoritos de todos los tiempos es el relato de terror gótico “ The Yellow Wallpaper” (El papel de pared amarillo) de 1890. Una historia corta que según mi humilde punto de vista está como mínimo a la altura de otra obra maestra escrita cincuenta años antes por Edgar Allan Poe: “The Man of the Crowd”. Ya saben, ese cuento donde un convaleciente tras una larga enfermedad se dedica a mirar el ajetreo londinense desde un bar hasta acabar quitándose la modorra finisecular, el spleen que me lo llamaban, persiguiendo a un sujeto de una cierta edad durante dos días hilvanando en ese recorrido estampas urbanas, reflexiones sobre la soledad en la masa y bastante mal rollo. La historia “The yellow wallpaper” es más humilde aunque igual de inquietante ya que es una historia de interiores, incluso de decoración de interiores tal y como corresponde a la pluma y al mundo de una mujer del momento, Charlotte Perkins Gilman una de las grandes escritoras feministas norteamericanas de finales del SXIX y que reflejaba en esa pesadilla cromática, la del papel amarillo, una historia propia: la reclusión a la que vio sometida la autora por agotamiento nervioso y cuya cura pasaba según el alienista Silas Weir Mitchell por un reposo absoluto que la alejara de cualquier actividad intelectual (prohibido leer y escribir). Charlotte, como la protagonista de la historia, encontró en ese enajenamiento del raciocinio un descenso a los infiernos de la soledad y de la condición femenina donde el hogar pasó de ser un palacio de formas curvas a una cárcel forrada de papel amarillo que se convierte en un lienzo donde proyectar paranoias: “¡¡hay una mujer en el papel amarillo!!”. Un cuento que anticipa ese término que unas cuantas décadas después definirá Freud como lo inquitante, “unheimlich” (que resabiada soy), es decir, la penetración de lo extraordinario en lo ordinario, lo cotidiano que se vuelve extraño al igual que esa pata de mesa que bajo determinada luz lunar adquiere la forma de un terrible monstruo. Lo “unheimlich” por hacer una traducción a cara perro sería lo que es “un-house-like”, “un-homie”, lo que no es el hogar pero conserva lo cotidiano. La historia de Charlotte Perkins Gilman es perfecta desde la primera de sus 6000 palabras hasta la última de ellas y con un inicio que debía figurar en la historia del mal rollo literario: “”John laughs at me, of course, but one expects that in marriage.” (“John se reía de mí pero, por supuesto, esto es lo que una espera en el matrimonio”)… ni que decir tiene que John, el inquietante guardián patriarcal de esa morada de descanso campestre es además el médico personal de la enferma e insiste en la reclusión sensorial que llevará a ésta en un verdadero flip “¡Qué amarillo más raro, el del papel! Me recuerda todo lo amarillo que he visto en mi vida; no cosas bonitas, como los ranúnculos, sino cosas amarillas podridas y maléficas.” El cuento pueden leerlo en este enlace, además en “La loca del desván hay un análisis finísimo de este cuento.
Pues bien, como la heroína de “The Yellow Wallpaper” yo acabo de terminar una larga trayectoria vital en la que alucinada no he hecho otra cosa que mirar mi propio papel amarillo que adaptado a las vulgares formas constructivas del desarrollismo español (1960-2008) ha adquirido la textura y el color del gotelé blanco. Dos años y medio de un paro desconcertante, cambiando de ciudad en ciudad buscando una mínima oportunidad siempre con el mismo gotelé indiferenciado en pisos de alquiler igualmente defectuosos y haciendo de cada uno de sus cráteres una forma abstracta que remitía a mi falta de curriculum, a mis veinte días cotizados en la Seguridad Social, a la necesidad de la nueva cartilla médica asociada a mi pareja porque yo ya no tengo derecho a la atención sanitaria, a la falta de contactos para moverme y pedir trabajo. Jornadas en las que me programaba, y esto es tan real como doloroso, las masturbaciones diarias teniendo en cuenta los picos de angustia que se producían como un reloj a media mañana y después de comer. Todo ello intentando disimular una desmoralización galopante y levantándome a las siete de la mañana para no perder el sentido del tiempo y así poder disfrutar durante más horas de mi gotelé blanco en el que a distintas horas aparecían bizarros signos del destino de mi generación: grotescas caras de ministros, cifras de paro, subidas de tasas y todo mezclado en el terror máximo de tener que volver a casa de nuestros padres con treinta tantos: <<¿no lo ves Mari?, justo debajo de la ventana… aquí aparecemos, volviendo a casa de nuestros padres.>>
Esa situación y la necesidad humana y ampliamente compartida por un sector de la población de buscarme la vida por dos o tres sitios distintos me dejó literalmente agotada y escribir se me hacía, sinceramente, cuesta arriba. No tenía nada que aportar, había interiorizado el gotelé blanco y sinceramente no podía, no me salía nada… hasta que pasó: me dieron una beca, qué digo una beca, me dieron LA beca. Una que me permitía por unos años dedicarme a estudiar y a escribir y que supuestamente les iba a beneficiar a ustedes como miembros de la sociedad una vez que el estudio estuviera en la calle y en sus catálogos de tesis doctorales favoritas y entonces pensé: “¿¿Qué demonios??… saltémonos los intermediarios, la sociedad necesita esta mierda desde ya…” Así que he decidido retomar este blog con fuerza y la asiduidad que me permita mi primer trabajo de persona adulta que pienso que será más que el tiempo y las fuerzas que me dejaban mis tres mini-jobs. Ni que decir tiene que la resolución de LA beca ha sido un proceso largo que ha incluido montañas de papeleos, escritura de proyectos disparatados, gritos a la persona que me asesoraba en el proyecto, cartas, quejas amargas y crujir de dientes amén de pesadillas a mitad de la noche en las que me levantaba (literalmente) a buscar la carpeta de papeles y repasarla. Todo ese proceso paranoico parece que se han acabado y que tengo unos años de tranquilidad, que hasta he adoptado una gata porque me han dicho que no se puede hacer una tesis en feminismo sin ella, que el tribunal lo exige.
Una de las primeras cosas que hice cuando me enteré de la beca y después de que se me pasara el comprensible sofoco fue comprar mi primera obra de arte como si fuera una potentada. Ey, no me critiquen por eso, conozco a becarios y becarias que en la locura de hace unos años se pedían hipotecas y se compraban pisos sin gotelé (y que ahora se encuentran desahuciados inmobiliaria y académicamente), pues a mí me ha dado por el arte, ya que el arte bien mirado y si es suficiente en número también podría tapar el gotelé por no hablar de que siempre se revaloriza. Aunque quiero que pongan esa afirmación en su justa medida: compré una obra de arte a mi altura social que no es que pretenda que pongan mi retrato en el hall de un museo como la Baronesa Thyssen (siempre me ha parecido raro que ese cuadro estuviera en vertical). Estoy en definitiva hablando de una obra comprada con el dinero de una beca pública y no con el dinero de… En fin, además una obra muy significativa porque era uno de los mil libros que surgieron de la performance que realizó Santiago Sierra titulada El trabajo es la dictadura donde contrató a un grupo de parados españoles para que en la librería/editorial Ivorypress (la de la Dr. Ochoa) se pusieran a copiar como parvulitos la frase “El trabajo es la dictadura” durante horas y horas hasta alcanzar el millar de ejemplares. Fui el día en el que el país casi alcanzaba los seis millones de desempleados y la acción desarrollada bajo las luces blancas de la galería/librería tenía un ambiente sórdido pero pulcro que se ajusta tan bien a las condiciones del capitalismo occidental: con los contratados doblados sobre sus espaldas, en un scriptorium de parados y de desesperadas sociales, algunos con el i-pod en marcha, otras hablando con sus compañeras y los más concentrados en la aburrida y titánica tarea de escribir repetidamente esas frases sin “lapsus calami” o “resbalón del cálamo” que era la caña con la que se copiaban textos. Una tarea enloquecedora que por otro lado se parece tanto a rellanar formularios on-line en busca de curro.
En el libro de firmas de la sala alguien había escrito que estaba muy bien ver el nombre del artista Santiago Sierra por todos los lados pero que faltaban los nombres de los parados. Aunque la pregunta sobre la autoría de la obra es interesante – “¿Quién es el autor, Serra, los parados o los sucesivos primeros ministros y ministros de trabajo de los sucesivos gobiernos que hemos tenido?”- la verdad no sé si hay mucha moraleja en todas estas historia: parece claro que escribir a nivel doméstico puede ayudar tanto a nosotras las paradas como a Charlotte Perkins Gilman, parece también claro que muchas veces lo que escribimos no llega a ninguna parte (Charlotte remitió su cuento a su doctor y, dicen, no le hizo ni caso y siguió recetando draconianos encerramientos a las mujeres pensantes durante muchos años) y a mí a nivel personal no creo que exista ninguna historia de superación en haber encontrado mi primer curro decente en 36 años. Creo sinceramente que es todo una puta mierda y que estamos rodeados de gotelé, pero que mola mirar por la ventana los días que hace bueno y que por eso no tenemos que dejar de leernos. He vuelto esta vez en serio, esta vez de verdad tía…
